viernes, 7 de noviembre de 2014

Cajita de memoria

Dan. Quería llamarlo “Dan”. Así era como, en su cabeza, Elisabeth llamaba al desconocido al cual llevaba acompañando desde hacía días, al desconocido que acababa de entregarle una pequeña cajita que, al abrirse, producía una suave melodía.
Aunque no supiera su nombre ya no tenía interés en averiguarlo después de que él, al saber el suyo, le contestase que éstos en verdad no eran importantes. Pero ella necesitaba llamarlo de alguna forma y esa opción le gustaba, aunque nunca fuera a ser confesada.
“¿Quién eres?”, llegó a preguntarle Elisabeth en una ocasión, justo cuando se conocieron. Él la miró de reojo, contemplando su torso desnudo, y volvió la vista al frente. Aquellos ojos oscuros, cargados de una tristeza oculta bajo un manto de alegría e indiferencia, la habían hecho sentir más desnuda de lo que ya estaba. Y eso no le gustaba. No por ella, sino por él, por miedo a lo que le podría suceder.
La muchacha alargó el brazo y, mientras vacilaba sobre si posar la mano en su hombro, sus dedos lo rozaron. El joven se tensó por un momento y luego un suspiro, junto a su rostro, cayó de sus labios. No volvieron a hablar sobre eso.
La cajita de música seguía sonando, repiqueteando cada nota en su mecanismo. Y los recuerdos se acumulaban. Como el de aquella puerta cerrada con candado que se encontraba en una pared del carromato: él le dijo que ahí guardaba sus libros, que era como un armario usado a modo de biblioteca, pero ella, desde fuera, no había logrado apreciar que ahí cupiera realmente algo. O, antes de ese momento, también estaba cuando cocinaron truchas escarlata en una fogata improvisada. No importaba el tiempo que hubiera trascurrido entre un hecho y otro, todo se mezclaba en su cabeza en orden cronológico. Hasta que la tapa de la cajita se bajó y la música cesó.
Elisabeth se quedó quieta. Sus manos todavía rodeaban aquel regalo, sin saber muy qué hacer. Debía buscar unos papeles como Dan le dijo tras darle aquel pequeño artilugio pero la melodía, que todavía resonaba en su cabeza, parecía pedirle que la liberase. Así que abrió la tapa de nuevo con sus dedos temblorosos y, tras cerrar los ojos, se sumió en aquel plácido sonido.

[Cuento III de El vagamundos]

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